martes, 2 de julio de 2013

Dicha y cruz de ser ecologista

Por Miguel Á. Ortega, director de Asociación Reforesta

 Considero que una de las principales motivaciones de mi vida es concienciar sobre la necesidad de
adoptar otros estilos de vida que aseguren la continuidad de nuestra especie y respeten también a los animales, plantas, ecosistemas y paisajes que, junto con nosotros, forman este pequeño y hermoso planeta. Un planeta que, a escala cósmica, cuantitativamente es como si no existiera y, sin embargo, en lo cualitativo, es muy especial.


 Empecé en esto del ecologismo en 1981, cuando era solo un chaval, y he continuado hasta la fecha. Lógicamente, mis puntos de vista han cambiado en aspectos importantes. Uno de esos cambios ha sido mi manera de “sobrellevar” mis inquietudes ecologistas. Sí porque, a la vista de la forma en que tratamos la Tierra, uno no sabe si ser ecologista es una dicha o una desgracia. A ver, ecologistas de boquilla lo somos casi todos, así que, por tanto, me refiero a ser un poquito más ecologista de lo normal. Podría pensarse que es una dicha, porque conlleva ser más consciente de ciertos aspectos de la realidad que nos rodea y del papel que nos corresponde a los humanos en esa realidad. Yo me siento afortunado porque soy un poco más ecologista de lo normal. Pero es cierto que, si puedo sentirme afortunado es, como decía antes, porque he podido aligerar el peso de esa cruz tan pesada, la cruz del ecologista. No estoy seguro de que todos los poseídos por esa cruz puedan decir lo mismo, a juzgar por el permanente estado de cabreo en el que viven algunos correligionarios. A mí nunca me gustó dar la brasa en exceso a los demás con mensajes ecologistas, pero ahora soy aun más discreto. Mi círculo de amistades es variado, e incluye personas muy consumistas y poco dadas a lo que quizás consideran sensibilerías con la naturaleza. Lógicamente, hay una razón para esta evolución en la manera en que proyecto y vivo mi tara: el anhelo de ser feliz y disfrutar la vida, que es una experiencia, cuando menos, curiosa y única. Y ese mismo anhelo es el que me lleva a no ser consumista. Lo normal es que el deseo de ser feliz surja con más fuerza cuando uno siente que no es feliz, o que no lo es tanto como le gustaría. Yo, y me atrevería a decir que la mayoría,  he pasado por algún momento de esos. En la tarea de ser feliz cuento con la ventaja de que nunca me ha llamado la atención consumir moda y tecnología a la última, ni tener un gran coche, ni una casa grande y espléndidamente decorada …

 Cerca de donde viví durante años hay una pintada callejera que dice “lo que posees acabará poseyéndote”. Creo que es muy cierto: ir ligero de equipaje es el mejor beneficio que uno puede hacerse a sí mismo, a las generaciones futuras y al planeta. Y si se adereza con una búsqueda sincera de la paz interior, que lleve a mayores cotas de tranquilidad, mejor todavía. ¿Podemos imaginar este tipo de persona?: alguien que adquiera una comprensión integral de nuestro complejo mundo, dispuesto además a no hacer depender su felicidad de su capacidad de consumo y a darle más importancia al ser que al tener; una persona con un espíritu crítico y constructivo, con empatía suficiente para comprender al otro, sin caer en la crítica fácil; que esté decidido a competir menos y compartir más; que sea emocionalmente maduro y  asuma sus responsabilidades sin adjudicar sus errores a otros, que sepa evitar el conflicto pero afrontarlo y resolverlo pacíficamente si éste finalmente surge; que conciba su existencia y la de todo lo que le rodea como un misterio que debe ser respetado; que sea consciente de que no es irrelevante, porque su ser deja huella. Éste es el retrato robot que yo me hago del tipo de persona y del tipo de ser al que debería evolucionar nuestra especie para hacer de la existencia una condición más digna, feliz y plena.


 Después de las anteriores líneas de buen rollito, me toca explicar otra de las principales adaptaciones que me ha permitido sobrellevar mi condición de ecologista sin haber enfermado del estómago o del hígado. Y es que me he dado cuenta de lo alejados que estamos la inmensa mayoría de los seres humanos del retrato robot del párrafo anterior. Pienso que la humanidad está en la situación del enfermo que, aunque le dan mucha medicina, no se cura porque no quiere curarse. Desde un punto de vista ontológico, el estado actual de la humanidad es bastante primario y, para cambiarlo, hacen falta miles de años de evolución; de hecho, la lectura de libros escritos hace más de 2000 años, como los Evangelios o el Tao Te Ching, demuestra que las miserias humanas de hoy no están tan lejos de las de aquellas épocas, así que la evolución, aunque en mi opinión existe y es a mejor, es muy lenta. Por eso hay que situar lo que uno puede hacer y conseguir en la perspectiva adecuada: en una vida es imposible ver cambios de la magnitud que se requieren para que nuestra especie esté, en su conjunto, en mejores condiciones de disfrutar de la existencia, sin tantas calamidades y sin dañar al planeta. Pero eso no quita para que, en la medida de mis posibilidades, intente aportar mi granito de arena para que un día la Tierra se parezca más a ese lugar que, hoy por hoy, no parece ser más que un invento de la mente humana: El Paraíso.

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