domingo, 5 de mayo de 2013

Del Edén al Jardín ... Químico


Por Miguel Ángel Ortega. Director de la Asociación Reforesta


   Cada vez hay más información acerca de las consecuencias del empleo de determinadas sustancias artificiales sobre la salud humana. Los conocimientos que vamos acumulando dejan claro, una vez más, que es necesario un cambio de modelo de vida y, por tanto, un cambio de valores. La mentalidad occidental, que se impone con contundencia en todos los rincones del planeta, ha creado la ilusión de que la naturaleza es una barra libre a la que podemos llegar y servirnos lo que nos apetezca, arrojando luego los desechos detrás del mostrador, sin más consecuencias. Probablemente esta visión sea consecuencia de la yuxtaposición de la perspectiva etnocéntrica y racionalista y de las religiones monoteístas. El etnocentrismo sitúa al ser humano en una orgullosa posición de dominio despectivo hacia la naturaleza, a la que observa como un fenómeno ajeno y embrutecido. Las religiones monoteístas o, al menos, la interpretación que de las mismas predomina hasta hoy, refuerzan la idea de que el ser humano es el Rey de la Creación, y únicamente debe rendir cuentas de sus actos a Dios quien, si hemos de hacer caso a los mensajes que nos transmiten sus intérpretes (las castas religiosas), sólo muy recientemente habría empezado a preocuparse algo por la salud del planeta. Por si fuera poco, la Tierra es un lugar de destierro y castigo, al que hemos caído tras la expulsión del Edén, y este dogma tampoco ha contribuido a facilitar una buena relación con esta bonita piedra redonda en la que habitamos. Estas ideas alimentan el capitalismo salvaje en el que vivimos y, tragicómicamente, en este momento de la historia, las sociedades más avanzadas de occidente, a pesar de sus evidentes limitaciones, aventajan en sensibilidad medioambiental a otras sociedades capitalistas emergentes, que participan en la economía global con más violencia hacia la naturaleza que la practicada por los países que fueron cuna de esos valores que nutren el capitalismo.


   Siendo esas nuestras estructuras culturales y filosóficas subyacentes, no es de extrañar que sometamos nuestro planeta, que es nuestro único hogar, al saqueo permanente. Una de las muchas modalidades de ese saqueo es la producción arrogante de decenas de miles de sustancias químicas artificiales, muchas de las cuales se vienen usando desde hace décadas sin que ni las autoridades ni la industria se hayan preocupado de sus efectos medio ambientales y sanitarios.  Hasta 2007 no entró en vigor en el mayor productor mundial, la UE, una legislación que unificó toda la normativa dispersa y empezó a ser un poco más exigente con el poderoso lobby químico. Ya era hora, puesto que sólo tenemos información sobre la incidencia en la salud de un tercio de los más de cien mil compuestos creados por el hombre. Esa legislación se llama Reglamento REACH, pero sigue dejando mucho que desear, según muchas organizaciones sociales. Muchos de esos compuestos que ponen en riesgo nuestra salud se encuentran en alimentos, cosméticos, juguetes, productos de limpieza, muebles, vehículos, electrodomésticos, accesorios del hogar y, muy especialmente, en ciertos ambientes laborales.

   Según un reciente informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), los factores medioambientales pueden ser responsables de entre el trece y el veinte por ciento de la aparición de enfermedades en Europa. El agua, el suelo, los alimentos, los productos de uso cotidiano y el aire son los vehículos a través de los cuales nuestros cuerpos entran en contacto con las sustancias tóxicas. La contaminación atmosférica tiene un alto coste en términos de enfermedades y mortalidad prematura. La OMS atribuye más de dos millones de muertes anuales a la mala calidad del aire. En España el Ministerio de Medio Ambiente estima que los tóxicos que respiramos provocan la muerte prematura de unas dieciséis mil personas cada año.

   A la vista de nuestros errores, la sociedad va descubriendo nuestra total dependencia del medio ambiente. La vida se organiza en forma de flujos de materia, información y  energía, y la capacidad de La Tierra para tragarse y depurar los tóxicos que creamos es limitada, de manera que muchos nos los devuelve y mete en nuestra sangre, en nuestros tejidos, en nuestros órganos. Afortunadamente, incluso esas corrientes filosóficas y religiosas que definen la cultura occidental van incorporando, aunque quizá no al ritmo deseable, la nueva realidad acerca de la relación del hombre con el planeta. No debemos demorar la incorporación de una química respetuosa con el medio ambiente, que ya existe, puesto que hay alternativas para prácticamente todo. Pero también necesitamos aceptar la idea de límites a la producción y al consumo, puesto que debe prevalecer la precaución para asegurar que no dejamos a las generaciones futuras un planeta peor que el que recibimos de nuestros padres.

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